Cuando las máquinas callaron, me encontré de nuevo

Me enseñaron a perseguir la luz

Crecí escuchando mitos susurrados por luces neón —no historias de Olimpo, sino canciones de cunas de las máquinas tragamonedas en el apartamento de mi madre sobre Canal Street. Ella decía: ‘Los dioses no les importa cuánto apuestas —solo les importa si aún te quedas.’ Al principio creí que las victorias eran milagros. Ahora sé que son ecos.

El ritmo de la espera

Cada giro tenía un pulso. No velocidad. No ruido. Sino respiración.

Aprendí a pausar tras tres pérdidas —no para volver atrás, sino para escuchar. La máquina no susurraba ‘jackpot’ —suspiraba. Y en ese silencio, oí la voz de mi padre: ‘No necesitas ganar —necesitas recordar por qué empezaste.’

Las monedas doradas de mi madre

Ella guardó cinco monedas desde su primera victoria en ’98 —guardadas bajo forro de terciopelo como reliquias sagradas.

No eran para gastar.

Eran para recordar.

Cada moneda llevaba una fecha: el día en que dejó de jugar tras la muerte de su hermano.

El juego no es una máquina

Es un altar.

El RNG no es aleatorio —es reverente.

Los jugadores lo llaman ‘suerte’. Yo lo llamo presencia.

En Brooklyn, donde el jazz encuentra el código y el silencio encuentra la señal —no jugamos para escapar. Jugamos para recordar quiénes somos.

No ganas porque apuestas

Apostas porque aún buscas algo real.